Entre los instrumentos que la legislación española pone en mano de las administraciones locales para la obtención de recursos financieros se encuentran las tasas y los precios públicos. Pese a que ambos suponen el pago pecuniario a las arcas municipales, hay importantes diferencias entre unas y otros.
Inicialmente, tanto en las tasas como en los precios públicos nos encontramos ante un mismo hecho: la administración local entrega unos bienes o presta unos servicios a cambio de una cantidad de dinero. Ahora bien, mientras que en el caso de las tasas existe una imposición establecida unilateralmente por la administración siguiendo los principios de la legalidad, cuando hablamos de los precios públicos estamos ante situaciones que surgen a través de una relación contractual y voluntaria. Vamos a verlo con más detalle.
Según la Ley 8/1989, de Tasas y Precios Públicos, las tasas son “tributos cuyo hecho imponible consiste en la utilización privativa o el aprovechamiento especial del dominio publico, la presentación de servicios o la realización de actividades en régimen de derecho público que se refieran, afecten o beneficien en modo particular al obligado tributario, cuando los servicios o actividades no sean de solicitud o recepción voluntaria para los obligados tributarios o no se presten o realicen por el sector privado”.
Además de la obligatoriedad a la que ya hemos hecho referencia, aparece en esta definición otras dos características de las tasas: su consideración de impuesto y su vinculación a bienes o servicios que son ofrecidos de forma exclusiva por la Administración.
La normativa aclara aún más este extremo al definir los precios públicos como las “contraprestaciones pecuniarias que se satisfagan por la prestación de servicios o la realización de actividades efectuadas en régimen de Derecho público cuando, prestándose tales servicios o actividades por el sector privado, sean de solicitud voluntaria por parte de los administrados”. Además, los precios públicos no tienen la consideración de tributos.
Así, las administraciones locales pueden establecer tasas por la obtención de vados, los pasos de carruajes, la instalación de terrazas en la vía pública, los cajeros automáticos, la retirada de vehículos por la grúa municipal, el suministro de agua, la recogida de basuras, la expedición de determinados documentos, el estacionamiento de vehículos, etc.
Por otro lado, pagaremos un precio público si optamos por utilizar una piscina municipal, unas instalaciones deportivas gestionadas por el ayuntamiento, la adquisición de libros editados por el consistorio o las clases de música del conservatorio del municipio, entre otros muchos y variados servicios.
Otra diferencia sustancial entre ambas figuras la encontramos en el establecimiento del importe de cada una de ellas. En el caso de la tasa, la legislación establece que no podrá exceder el coste real o previsible de los servicios o actividades afectadas, teniendo en cuenta tanto los costes directos como los indirectos. Esta limitación máxima no existe para los precios públicos que, sin embargo, sí deben alcanzar un importe mínimo que sirva para cubrir el coste.
Ahora bien, el artículo 25.2 de la Ley 8/1989 permite que “cuando existan razones sociales, benéficas, culturales o de interés público que así lo aconsejen” puedan establecerse precios públicos inferiores al coste del servicio o prestación ofrecida, siempre y cuando se adopten las previsiones presupuestarias necesarias para cubrir la parte del precio subvencionada.
Como hemos visto, y aunque en muchos casos no reparemos en estas cuestiones, existen importantes diferencias en el fin y la gestión de las tasas y los precios públicos.